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¿Cielo, Infierno o Purgatorio?
Realidades últimas de la existencia humana
Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo, estamos llamados a buscar las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios (Col 3,1), para estar con Él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu Él reconcilie totalmente con el Padre lo que hay en la tierra y en los cielos (Col 1,20)

Redacción Semanario Koinonía

El camino de la humanidad hacia el Padre, nos sugiere meditar en la perspectiva escatológica, o sea, en la meta final de la historia humana. Especialmente en nuestro tiempo todo procede con increíble velocidad, tanto por los progresos de la ciencia y de la técnica como por el influjo de los medios de comunicación social. Por eso, surge espontáneamente la pregunta: ¿Cuál es el destino y la meta final de la humanidad? A esta interrogante la Palabra de Dios, la tradición y el Magisterio dan una respuesta específica, ellos nos presentan el designio de salvación que el Padre lleva a cabo en la historia por medio de Cristo y con la obra del Espíritu. Es preciso mantener siempre sobriedad al describir las realidades últimas de la existencia cristiana, ya que su representación resulta siempre inadecuada.

EL INFIERNO COMO RECHAZO DEFINITIVO DE DIOS

Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en “un infierno”.

Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. Se pensaba que los muertos se reunían en el Sheol, un lugar de tinieblas (Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (Is 38, 18; Sal 6, 6).

El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos. Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado de acuerdo con sus obras (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde “será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la Gehenna de “fuego que no se apaga” (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o mitigación del dolor (Lc 16, 19-31).

También el Apocalipsis representa plásticamente en un “lago de fuego” a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una “segunda muerte” (Ap 20, 13ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a “una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Ts 1, 9).

Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: “Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno” (n. 1033).

Por eso, la condenación no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso Él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor.

La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado a conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno, y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas, no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, nos hace invocar “Abbá, Padre” (Rm 8, 15; Ga 4, 6).
 

EL PURGATORIO: PURIFICACIÓN NECESARIA PARA EL ENCUENTRO CON DIOS

A partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia. Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del purgatorio (Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).

En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.

Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad, al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (Dt 10, 12s). La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere. El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, y dice: “Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Más aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego” (1 Co 3, 14-15).

Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica (Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él “verá la luz” y “justificará a muchos”, cargando con sus culpas (Is 52, 13-53, 12, especial-mente 53, 11).

El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (Hb 5, 7; 7, 25). Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (Hb 9, 23-26). Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.

En nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de “la venida de nuestro Señor, con todos sus santos” (1 Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a “purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu” (2 Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.

Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (Concilio Ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; Concilio Ecuménico de Trento, Decretum de iustificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).

Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II, que enseña: “Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continua-mente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (Hb 9, 27), mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes” (Mt 22, 13 y 25, 30) (Lumen gentium, 48).

Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los biena-venturados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032). Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.
 

EL "CIELO" COMO PLENITUD DE INTIMIDAD CON DIOS

Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, “esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los Ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” (n. 1024).

En el lenguaje bíblico el cielo, cuando va unido a la tierra, indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: “En un principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1, 1). En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios (Sal 104, 2s; 115, 16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (Sal 18, 7.10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en él (1 R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos el cielo es simplemente un nombre de Dios (1 M 3, 18.19.50.60; 4, 24.55).

A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (Gn 5, 24) y Elías (2 R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de “recompensa en los cielos” (Mt 5, 12) y exhorta a “acumular tesoros en el cielo” (Mt 6, 20; cf. 19, 21). El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús “penetró los cielos” (Hb 4, 14). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: “Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras” (1 Ts 4, 17-18).

En el marco de la Revelación sabemos que el cielo o la bienaventuranza en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.

El Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, “por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en Él y han permanecido fiel a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él” (n. 1026).

Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas.

Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1), para estar con Él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu Él reconcilie totalmente con el Padre “lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1, 20).

La tensión hacia el acontecimiento final hay que vivirla con serena esperanza, comprometiéndose en el tiempo presente en la construcción del Reino que al final Cristo entregará al Padre. Con Cristo, vencedor sobre las potestades adversarias, también nosotros participaremos en la nueva creación, la cual consistirá en una vuelta definitiva de todo a Aquel del que todo procede. Al ser peregrinos, en busca de una morada definitiva, debemos aspirar, como nuestros padres en la fe, a una patria mejor, “es decir, a la celestial” (Hb 11, 16).

Artículo tomado del Periódico Koinonia. Organo Formativo e Informativo de la Arquidiócesis de Puebla 24 Julio 2005 #382
 
 

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